Senectud interrumpida

Luz de primavera que se vislumbró entrecortada por la penumbra del 5 de marzo. Virginia, arquitecta de profesión, se encontraba diseñando su boceto del próximo proyecto cuando, de pronto, recibió una llamada de su jefe: Estaba despedida. 

No le sorprendía, pues estaba envejeciendo y no era la mente más brillante e innovadora de la arquitectura, pero si le preocupaba que no tenía donde caerse muerta y era que, a su edad, nadie confía para darle un puesto de trabajo estable, al fin y al cabo, el mundo se encontraba en un punto en el cual necesitaba de mentes frescas, jóvenes e innovadoras. – Algo que Virginia, definitivamente, no poseía – Iba a morir sola y pobre.

 Virginia no tiene familia, al menos, así lo considera, ya que sus hijos la abandonaron apenas vieron la oportunidad de hacerlo. No los extraña, sin embargo, si admite que, en una situación como en la que se encontraba, le hubiera gustado tener el apoyo de quien fuera.

Su esposa había muerto hace cinco años de cáncer de mama, la extrañaba infinitamente, ella fue su compañera de vida, su confidente, su guía. Y ahora no tiene nada ni a nadie; su trabajo era lo único que la mantenía con vida.

Se dispuso a beber ron para matar las penas; no quería sentir, no quería pensar, solo quería existir en el espacio tiempo sin más. Para Virginia es una fortuna estar completamente consciente de que es capaz de cometer cualquier atrocidad hacia sí misma, por tanto, por muy contradictorio que suene, se sentía más segura con su personalidad surgida del ron que con su personalidad lucida.

Sin embargo, ella sabía que tenía que solucionar el problema prontamente, pero no quería hacerlo de la manera en la que le gustaría hacerlo, es decir, recurrir al suicidio, sino intentar superar la situación haciendo una sola llamada. Ese fue el momento de la iluminación, donde recordó tener una tarjeta con el contacto de la que era su mejor amiga: Diane Puello. La cuestión era, simplemente, encontrar dicha tarjeta y esperar que del otro lado de la línea conteste su amiga.

 En medio de su mareo causado por la cantidad de ron cubano que había bebido, se levanta de su hamaca y tambalea hacía su oficina. Entra, golpeándose con la puerta, y camina hacia su escritorio localizado en el centro, bebe la última gota que tenia de ron en el vaso, se limpia la boca con su manga y tira al suelo, con claras intenciones de romperlo en pedazos, el vaso. Debido a su estado de embriagues, se lanza de pecho encima de su escritorio, dejando sus pies sin tocar el suelo, gruñe por el fuerte dolor de cabeza, pero eso no le impide estirar su brazo hacia el cajón en el cual considera que tiene la tarjeta de Diane. Lo abre y lo jala con notoria pesadez, mete la mano y escarba dentro del cajón con la esperanza de encontrar la dichosa tarjeta.

Un destello de esperanza la ilumina cuando siente el cartón de la tarjeta, la mira con ojos borrosos y sonríe al darse cuenta que era aquella tarjeta que consideraba en la basura hace muchos años. Toma el teléfono, aún boca abajo encima del escritorio, y marca el número de la famosísima Diane Puello; tres tonos y se escucha una voz masculina.

– Puello y asociados. – dijo la voz.

 Virginia lo pensó dos veces antes de decir las palabras que le iban a garantizar su nuevo futuro y cambiar lo que resta de su corta vida para siempre. Tragó saliva y con voz temblorosa, aunque segura, dice:

– Platinados.

 Se escucha un silencio intrigante, Virginia observa la palabra escrita al respaldo de la tarjeta, expectante, y justo cuando iba a colgar el teléfono en señal de rendimiento escucha a su amiga decir su nombre.

– Sí, soy yo. – Responde Virginia. Suspira. – Estoy lista. –Diane ríe. Virginia levanta una ceja.

– Por fin, después de tantos años, mi querida amiga Virginia Platino, se digna a llamarme, pero solo para pedirme un favor. – Dice Diane con destellos de malicia. Virginia rueda los ojos.

– Diane, si no me vas a ayudar solo tienes que decirlo, estoy muy vieja ya para tus juegos sarcásticos. – Dice con cansancio.

– No te enojes, Virginia, – emite una pequeña risa. – solo quería romper el hielo.

– ¿Me vas a ayudar o no, Diane? No me hagas perder más el poco tiempo que me queda.

– Sí, Virginia, pero no te diré los detalles por teléfono, nos tenemos que ver antes del gran golpe.

La conversación concluyó con una fecha y una hora determinada, unas que obligarían a Virginia seguir con su vida, pues ahora parecía que tenía un motivo, uno poco convencional, pero lo importante para aquella mujer de rizos blancos era, simplemente, saber que tenía un motivo. Estaba vieja y sola, no se sentía útil, como muchas personas de su edad; solamente quería sentir esa sensación que solo traía la juventud: la incertidumbre.

Era el día de su cita con Diane, se encontraba sentada en un café con unas gafas de sol grandes y fumando un cigarrillo, esperando su futuro disfrazado de mujer. Diane se acerca por detrás y le dice al oído:

– Hoy no cumples 58, sino 24. – Virginia no mueve un solo musculo, salvo para darle otra calada a su cigarrillo.

– Ni me acordaba que hoy es mi cumpleaños. – Bota el humo de su boca. Diane se sienta frente a ella, sonriente. Virginia la mira sin quitarse sus gafas oscuras. – Entonces, dime los detalles.

 

Diane saca de su maletín unas cuantas fotografías, las esparce sobre la mesa y saca un bolígrafo. Mira a Virginia y espera una reacción por parte de ella. Virginia se limita a mirar los planos intentando deducir su función, al hacerlo se quita sus gafas oscuras mirando a Diane y, con notoria seriedad, le dice:

– Imposible que no te hayas llevado aún nada de aquí. – Diane sonríe de lado.

– Fíjate que no, lo estaba reservando solo para ti. – Virginia apaga el cigarrillo y pone los codos sobre la mesa.

– ¿Cuál es el objeto principal?

– Autorretrato con mono. – Dice susurrando, aunque en la cafetería hacia suficiente ruido como para no ser escuchadas.

 

La charla continúo por un par de horas más, puliendo detalles sobre el robo que iban a hacer.

Diane era una reconocida empresaria, pero lo que el mundo no sabía era de dónde saca ella el dinero para los edificios que construye por todo el país; el negocio era simple: ella roba piezas importantes de todos los museos de México, las personas más ricas del mundo se los compran en el mercado negro para tener dichas piezas en sus cajas fuertes o, simplemente, para vender su devolución, anónimamente, a los museos con la ayuda del equipo de inteligencia de Diane. Su negocio era completamente bajo el anonimato, gracias a esto, a pesar de ser ella una de las delincuentes más buscadas, la convertía en la delincuente jamás capturada.

– Diane, eres millonaria, ¿por qué sigues haciendo esto? – Pregunta Virginia.

– El dinero no es lo que le da sentido a mi vida… lo que, en realidad, le da sentido a mi existencia es la sensación que recorre mi cuerpo cuando tengo en mis manos un objeto tan valioso, esa sensación de que es tan prohibido tenerlo, pero yo, Diane, lo tengo.

– Estás enferma. – Ambas ríen.

Era la noche del robo y Virginia no evitaba recordar esas palabras que dijo Diane en la cafetería, sobre todo cuando le confesaba que robar museos era lo que le daba sentido a su vida. Aunque, evidentemente, lo que hace Diane es antiético, hasta podría considerarse anárquico, al final ambas están en búsqueda de lo mismo: darle un sentido a su vida… ¿acaso no es eso lo que buscan todos?

Robar los objetos fue más sencillo de lo que Virginia imaginaba, en el sentido logístico, pero en el sentido emocional se sentía extraña, como si no fuera ella misma aunque no en un mal sentido, sino que sentía que, después de muchos años, era ella. Es decir, como si los últimos 45 años de su vida su realidad era falsa y la estaba viviendo una impostora. Por primera vez se sentía viva y feliz, sin embargo, asustada y pequeña. Recorrieron todo el Museo Robert Brady, recolectando delicadamente pieza por pieza, las cuales metían en maletines especiales para cada objeto con la intención de mantenerlos intactos. Virginia y Diane caminaron en dirección a la famosa pintura de Frida Kahlo, Autorretrato con mono; una vez frente a ella, los ojos de Virginia detallaron la pintura con asombro. Diane la mira.

– Dejaré que la toques primero. – Dice Diane y Virginia la mira con asombro.

Virginia se acerca con piernas temblorosas, toma el marco delicadamente y cuando lo tiene en sus manos siente como una electricidad hechizantemente inexplicable recorre todo su cuerpo, pasa por toda su espina dorsal y termina en la última punta de la fibra más diminuta de su cabello más escondido. Era una sensación infinitamente mejor que el orgasmo más potente de su miserable existencia. Cerró los ojos y se perdió en la imagen de la nueva Virginia que surgía dentro de ella, la sentía nacer del volcán en erupción que no sabía que yacía en lo más profundo de sus entrañas.

Un sonido, un destello junto a un profundo dolor, tan profundo como el mar, interrumpen la fantasía de Virginia. Por inercia, lleva su mano hacia el lugar de su cuerpo donde siente el agonizante dolor: su abdomen. Mientras sostenía el marco con su mano izquierda, su mano derecha se llenaba de sangre; Virginia mira su mano y de sus ojos salen lágrimas perecientes, a la par que gira su cuerpo en dirección a Diane y escupe sangre de su boca. Había sentido como la Virginia que acababa de nacer dentro de ella se ahogaba en la agonía y en la miseria, pero no por la pesada presencia de la muerte, sino porque nunca logró nacer.  

– ¿Por qué, Diane? – Dice tras su último aliento. Diane agarra rápidamente la pintura.

 El cuerpo de Virginia pierde fuerzas, intenta agarrarse del cuerpo de Diane, sin embargo, lo único que logra es manchar con sangre la cara de Frida en su autorretrato antes de desplomase abruptamente en el suelo. Su cuerpo sin vida queda frente a los pies de Diane, mientras una mancha de sangre se hacía cada vez más grande en el suelo.

– Ahora este objeto tiene más valor para mí, – Dice Diane al cuerpo sin vida de Virginia. – porque he logrado que se manchará de la sangre de la única mujer que he amado en mi vida, pero que nunca me amará. – Diane se agacha y le da un beso en la frente a Virginia, se reincorpora y se aleja de la escena del crimen sin remordimiento.

Cinco años después, Autorretrato con mono vuelve extrañamente al lugar de donde lo robaron. Nadie sabe quién lo devolvió, solamente especulan que la persona que lo había robado se llamaba Virginia Platino, pues al momento en que regresó el retrato investigaron de quién era la mancha de sangre sobre el rostro de Frida Kahlo. Pese a la investigación, nunca lograron llegar al fondo de los hechos. La verdadera historia parecía quedar en el olvido de esa noche, entre el pasado, el olor a muerte que brotaba del museo y la crueldad que recorrían los rastros rojos sobre una pintura.

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